martes, 9 de diciembre de 2014

Aquí, mi regalo de navidad

Hará cosa de veinte años que intento darle forma a un proyecto. Año tras ano, he intentado varias cosas sin éxito, (alguna que otra ilustración, bocetos perdidos para un cómic, qué sé yo), pero siempre frustradas por alguna que otra excusa, hasta que, hace unos ocho años, comencé a escribirlo. Y la cosa pintaba bien. Sin embargo, no conseguí encontrar el ritmo que me ayudase a darle fin y la cosa quedó tirada en un disco duro externo. Pero, ahora, más loco que nunca, parece que he vuelto a encontrar el tono adecuado y, una vez más, lo he vuelto a intentar. Sé que vale la pena. Y, como muestra, un botón. Aquí os regalo un DESCARTE de la obra, que no me encaja con la historia en general, pero que me niego en rotundo a borrar. ¡Feliz Navidad!

Schak’Ra

La misma noche en la que Anrok anunció su regreso, algo se removió inquieto, en el interior de un gran cráter, en el Desierto de la Devastación.
A pesar de que el nombre de aquel funesto territorio se había conservado en la memoria de los Hombres, pocos conocían que, en un principio, aquella vasta extensión de territorio desolado, donde la arena y el calor sofocante eran los únicos gobernantes del lugar, antaño fue el lugar que vio nacer a los Dragones, y que antes de que aquellos seres impíos alcanzaran el poder extremo que llegaron a tener, aquel, había sido un territorio fértil, de verdes prados y abundantes montañas, pobladas de salvaje vegetación y grandes animales.
Pero, sucedió que los Dragones, del que se desconoce el origen real, tomaron consciencia de su propia naturaleza, y consiguieron dominar a los demás seres con los que convivían, sin importarles el precio que debía pagarse a cambio, pues no sentían respeto ni por los de su misma especie. Así, pronto se enzarzaron en una terrible lucha de poder, en la que todos y cada uno de aquellos viles seres intentaban erigirse por encima del resto, para gobernar a toda su raza, y trajeron la ruina aquellos hermosos parajes.
Pues sucedió que, tras  largos años de luchas internas, los Dragones dividieron en dos facciones, una liderada por Anrok, el Dragón Azul, y la otra por una bestia igual de temible llamada Ralak’Tark, y, durante mucho tiempo, las fuerzas de ambos bandos se mantuvieron igualadas, hasta que ocurrió lo inevitable.
Los dos ejércitos se enfrentaron en una terrible batalla que decidió para siempre el destino de aquella funesta raza y del lugar que habitaban. Aquél aciago día, los dos bandos se encontraron cara a cara, y fue como si el tiempo entero se detuviera por un instante, para después precipitarse en un caótico torrente de furia, fuego y muerte.
Los Dragones luchaban entre sí, con sus formas aladas y monstruosas, o transformados en su aspecto semi humano, para enzarzarse en un combate cuerpo a cuerpo, mientras el cielo entero ardía, bajo los gritos atronadores de aquellas bestias, el único sonido que podía escucharse. Y, en medio de toda aquella confusión, la lucha más atroz la mantenían Anrok y Ralak’Tark, que arrastraban a todos cuántos se les cruzaba por delante, mientras sus ataques se sucedían, una y otra vez, con más furia.
Por un instante, la balanza parecía inclinarse del lado de Ralak’Tark, que consiguió atrapar por el cuello a Anrok. Pero, lo que no sabía aquel Dragón era que aquello formaba parte del plan de su oponente que, hasta entonces, había reservado su poder, midiendo sus fuerzas con las de su contrincante, a la espera del momento oportuno para asestar el golpe definitivo.
Todo sucedió de forma tan precipitada que nadie tuvo tiempo de protegerse ante el mortífero ataque de Anrok. De repente, el Dragón Azul ascendió por los aires, y, consigo, arrastró a Ralak’Tak, que por más que lo intentaba no podía separar sus garras del cuello de su oponente, mientras una intensa esfera de energía los envolvía a ambos y un extraño silbido agudo sonó de manera tan insoportable que todos los Dragones, en el campo de batalla, dejaron de luchar, para buscar la fuente de aquel ruido tan penetrante.
Anrok estaba en medio del cielo y con él Ralak’Tak, que miraba aterrado todo cuanto sucedía. La bola de energía que los rodeaba había aumentado en tamaño, y lanzaba unas poderosas descargas eléctricas en todas direcciones, que, al tocar el suelo, destruían en mil pedazos las rocas y abrían grandes grietas en el suelo. Incluso algunos Dragones, que intentaban escapar de allí, cayeron sin vida, al ser alcanzados por los terribles rayos, que atravesaban con una facilidad pasmosa su dura y gruesa piel.
Entonces, el ruido agudo se paró en seco y se hizo un silencio espeluznante, mientras el haz de luz que envolvía a Anrok y a Ralak’Tak comenzó a parpadear y, de repente, una luz cegadora lo invadió todo, seguida de una terrible explosión de fuego y calor que arrasó todo cuanto encontró a su paso.
La energía desprendida por la explosión calcinó a amigos y enemigos, sin distinción alguna, y el calor fundió las piedras. Las montañas se desmoronaban y el suelo se agrietaba entre temblores, bajo el poder desencadenado del Dragón Azul, mientras que los pocos árboles que aún quedaban en pie ardieron al instante, y toda la vegetación se marchitó, cuando una densa nube de polvo tóxico lo cubrió todo.
Y aún así, tras la horrible devastación, hubo supervivientes.
Cuando la luz recuperó su estado normal y el cielo volvió a recobrar su color azul, como si nada hubiera pasado, la nube de polvo desapareció por completo, dejando a la vista un panorama desolador.
Las montañas enteras se habían desmoronado y un terrible manto de arena se extendía alrededor de un gigantesco y ardiente cráter. Dondequiera que uno mirara, los agonizantes Dragones yacían, medio cubiertos por la tierra, unos encima de los otros, pero, lentamente, comenzaron a levantarse aquellos que no habían perecido en el ataque de Anrok, heridos y mutilados, con las alas rotas o las cornamentas quebradas, horrorizados por lo que veían a su alrededor.
Y, allí, en el cielo, seguía suspendido en el aire Anrok, que contemplaba a Ralak’Tak con la mirada fría e inexpresiva, aunque algo confundido. Su contrincante había sobrevivido a la terrible explosión y continuaba aferrado a su garganta con sus garras, aunque agonizaba.
La piel quemada le colgaba por todo el cuerpo y, por la boca abierta, por la que dejaba escapar chorros de espuma y sangre entremezclados, la lengua le caía flácida. Los grandes cuernos de su cabeza se habían partido, con la violencia del golpe, y había perdido una de sus piernas, mientras un gran corte, a la altura de su estómago, lo había destripado. Pero, el corazón de Ralak’Tak todavía golpeaba con furia su pecho.
Entonces, Anrok, con un rápido movimiento de su brazo, le atravesó el torso, y se lo arrancó de cuajo. Después, lanzó el cuerpo marchito de Ralak’Tak como a un trapo, pero antes de que tocara tierra, le escupió una gran bola de fuego, que calcinó por completo el cadáver de su adversario.
Por último, comenzó a descender del cielo, con el corazón aún caliente de Ralak’Tak en la mano, mientras, a sus pies, los supervivientes le aguardaban arrodillados, sin que ninguno se atreviera a mirarle. El Rey Dragón se sintió satisfecho.
Pero, su crueldad no estaba saciada todavía.
Anrok, que sabía que Ralak’Tak había tenido un hijo, hizo que averiguaran si había sido capaz de sobrevivir a aquella hecatombe, y, al poco, uno de sus sicarios regresó con la cría del Dragón en brazos.
Entonces, al entregarle el retoño, el Dragón Azul le lanzó un oscuro hechizo, y le obligó a transformarse en su forma alada, y todos cuantos contemplaron la escena se horrorizaron, pues sabían que aquello era un acto terrible para la criatura. Ningún Dragón se transfiguraba, antes de la edad adulta, pues, incapaces de controlar su poder, los resultados de la mutación podían ser nefastos, como así sucedió.
El hijo de Ralak’Tak se convirtió en una criatura grotesca y desfigurada, de color negro, con un cuerno torcido que le crecía en medio de un hocico largo y horrible, del que sobresalían unos colmillos deformes. Sus ojos eran dos puntos pequeños, rojos, en medio de su cabeza chata, que se unía al cuerpo por un cuello grueso y corto. Las cuatro piernas, cortas y gordas, y las alas, que le salían de los costados de la espalda jorobada, desiguales y frágiles, parecían inservibles para levantar la masa amorfa de la alimaña.
Con una siniestra carcajada, Anrok miró un instante el corazón de Ralak’Tak y, después, se lo dio a comer a la cría de Dragón. Acto seguido, la arrastró por el cuerno hasta el humeante cráter, donde lo lanzó al vacío sin contemplaciones.
- Adiós, hijo de Ralak’Tak, - dijo, mientras observaba la caída a las profundidades de la criatura. - Como Schak’Ra, el Malnacido, has de ser recordado. Que el corazón de tu padre te de la fuerza necesaria para vivir mil años de desgracias.
Después, Anrok abandonó aquel lugar, y los Dragones siguieron los pasos del que consideraban como su Rey.
Y ocurrió que el Dragón más poderoso de todos los tiempos, estuvo a punto de conquistar el mundo, y sembró el terror y el dolor allí por donde pasaba. Pero, los Padres de las Cuatro Casas se le opusieron, y la Bestia no fue capaz de doblegarlos, aunque al final se vieron obligados a huir lejos de las tierras que los vieron nacer, agobiados por el poder y la crueldad del Rey Dragón.
Y el destino quiso que se enfrentaran al Desierto de la Devastación y, pese a todas las adversidades, lograron sobrevivir.
Pero, Anrok no se preocupó de ellos, pues supuso que habían perecido en aquel desierto. Sin embargo, con el tiempo, las noticias de que más allá del ancho mar existían cuatro poderosos reinos, capaces de acabar con la Opresión del Dragón, llegaron a sus oídos, y se encolerizó al saber que las Cuatro Casas habían sobrevivido.
Así, decidido a acabar con aquellos insolentes, armó un gran ejército de Hombres y Dragones y se dispuso a partir en busca de sus enemigos, y, de ese modo, el Dragón Azul regresó al Desierto de la Devastación, y, allí, sonrió satisfecho y se adentró sólo en el yermo.
Entonces, llegó al cráter donde años atrás había arrojado al hijo de Ralak’Tak y se asomó al vacío, para escupir con desprecio, maldiciendo el recuerdo de aquella criatura por la que no sentía ninguna compasión.
Lo que no podía imaginar el Dragón era que la desafortunada bestia aún seguía con vida, si a aquello podía llamársele vida.
Todo aquel tiempo había permanecido allí, en las profundidades, mal alimentado con gusanos, y otro tipo de alimañas, y recogiendo el agua de la lluvia, que se filtraba por las paredes del cráter, para saciar su sed. Poco a poco, Schak’Ra había perdido la vista, por la ausencia de luz, pero a cambio había agudizado sus otros sentidos y había adquirido algunos poderes propios de su raza, como el de escupir fuego. Aunque, al estar allí preso, ese mismo fuego lo consumía por dentro, con lo que nunca podía apaciguar los terribles dolores que le causaba.
Sin embargo, en aquel encierro forzado, lo peor no era el dolor, ni la ausencia de luz o de comida, sino la soledad a la que se había visto obligado, pues, en definitiva, aquella criatura tan sólo era una cría, cuando fue arrojada al vacío, y su pobre y maltrecha mente infantil, no alcanzaba a comprender por qué se encontraba en aquella situación.
Pero, aquella noche, Schak’Ra notó una presencia que le resultaba familiar y un sentimiento, hasta entonces desconocido por él, nació en su interior, y sintió curiosidad por saber quién podía ser el que estaba allí, en lo alto de su morada. Así que, lentamente, arañando las paredes del cráter, ascendió hasta la boca del precipicio y abandonó su encierro, para sorpresa de Anrok, que, al reconocer su obra, sintió un profundo desprecio hacia aquel desdichado.
El Dragón Azul extendió su mano, con la intención de acabar con aquel repugnante ser, con aquel gran cuerno que le salía del hocico y que escupía humo y babas por igual, pero, tras mirarlo a los ojos, cambió de decisión.
- Schak’Ra, - dijo en voz alta Anrok, - después de tantos años, y tú te obstinas en no morir, al igual que tu padre. Fuerte era el corazón que te alimentó o de otro modo no hubieras podido sobrevivir al Desierto, pero, no deja de ser irónico que, si continúas con vida, sea gracias a mí. Desde ahora, obedecerás mis órdenes y serás mi estandarte, así, todos sabrán lo que les espera, si se oponen a mi voluntad.
Entonces, el Dragón Azul montó sobre el lomo de Schak’Ra y regresó en busca de su ejército.
De cómo Anrok y su hueste atravesaron el Desierto de la Desolación poco se sabe, salvo que Schak’Ra les fue de gran ayuda, pues con su gran olfato les enseñó manantiales ocultos con los que saciar la sed, o evitó que cayeran en las muchas trampas que el desierto le tenía reservado a cualquiera que se atreviese a internarse en sus dominios. Aún, así nadie osaba acercarse a aquella pobre bestia, por la que todos sentían aversión, sobretodo sus congéneres, que veían en él lo que su Rey, al que odiaban tanto como a Schak’Ra, les tenía reservado, si no acataban sus órdenes.
Por su parte, Schak’Ra, en su minúsculo cerebro, no acababa de entender porqué los otros no lo consideraban como a su igual y, a medida que pasaban los días, la tristeza se apoderó de su corazón. Había abandonado su oscura prisión, pero seguía igual de solo y desgraciado que antes.
Así, cruzaron el Desierto y, después, atravesaron el mar, hasta el continente dónde habían encontrado refugio las Cuatro Casas. De lo sucedido en aquellas tierras, y el destino que padecieron quiénes participaron en esta historia, mucho se ha contado ya, en otra parte, pero en ningún lugar se recoge cuál fue el destino de la criatura llamada Schak’Ra, el Malnacido, hijo de Ralak’Tak. Pero, lo cierto es que cuando, se libró la gran batalla frente a las puertas de la Casa de Darias, con el funesto resultado para los planes de Anrok, Schak’Ra apenas sí participó en la lucha, y, tan sólo cuando Anrok recibió la terrible estocada en su garganta que le doblegó, y le obligó a lanzar un aterrador grito de dolor, la deforme bestia entró en el campo de batalla, para socorrer a su amo.
Pero, Schak’Ra estaba ciego y no podía encontrar a su señor, salvo por el oído y el olfato, así que, cuando dejó de notar su presencia, pues Anrok se había elevado al cielo y había desparecido con un destello, detuvo su alocada carrera, confundido sin saber qué hacer.
Así, vagó por aquellos lares, y, durante mucho tiempo, el malogrado Dragón, aguardó el regreso de Anrok, el Dragón Azul, a pesar de que muchos de los supervivientes a la guerra quisieron dar fin con él. Pero, como nada parecía molestarle, al final los hombres desistieron, y se alejaron de aquel lugar, con la esperanza de que el Tiempo acabaría con la vida de aquel monstruo.
Y, así, un buen día se encontraron con que Schak’Ra había desaparecido, sin que nadie supiera porqué se había marchado o qué dirección había tomado. Pero, lo cierto es que la bestia, cansada de esperar que su señor, y, al acordarse del único lugar al que consideraba su hogar, había decidido regresar al Desierto de la Devastación, a las profundidades del cráter, dónde descansaría hasta que su amo volviera a buscarle.
Cómo consiguió Schak’Ra dar con el camino de vuelta a su casa y logró atravesar el océano, son preguntas que nadie podrá responder nunca, pero, la verdad fue que sobrevivió al viaje y descendió nuevamente a lo más profundo del cráter, y allí se quedó a la espera de la llamada de su señor.
Así pasó el tiempo, los Dragones se extinguieron y desparecieron de la faz de la tierra, y tan sólo unos cuantos recordaron el nombre de Anrok y los sucesos del pasado, aunque pocos creían que en verdad hubieran sucedido, mientras que de Schak’Ra se olvidaron por completo y nunca más se supo de él.
Al menos, hasta aquel día.
Lejos del Desierto de la Devastación, una señal de luz se desvanecía en el aire. Era la  llamada de aquél que había regresado, y avisaba a sus servidores para que se reunieran con él. Pero, aquella noche tan sólo quedaba uno con vida para atenderla y, ahora, había despertado de su letargo.
Por increíble que pudiera parecer, desde el fondo del precipicio resonó un rugido atronador en respuesta a la señal de su señor y, de nuevo, algo ascendió de las profundidades, acompañado de una espesa nube de vapores. Así, tras todo aquel tiempo, emergió, imponente como una montaña oscura, Schak’Ra, hijo de Ralak’Tak, el Malnacido, y, tras olfatear el aire, estiró su cabeza y lanzó un rugido que hizo temblar el suelo.
Schak’Ra se había convertido en un animal de proporciones gigantescas, aunque igual de amorfo y horrible. Pero, lo más sorprendente era que las alas que sobresalían de su lomo, se desplegaron como dos enormes velas, sujetas por gruesos mástiles, y empezaron a moverse con fuerza. Una gran nube de polvo se levantó y, por imposible que pudiera parecer, el animal se alzó por el aire, envuelto en vapores negros y espumarajos de saliva y, tras unos segundos de incertidumbre, partió en busca de su amo, Anrok, el Dragón Azul.

Y así, por tercera vez, Schak’Ra había conseguido eludir a la muerte y volaba para reunirse con aquel que le había traído la ruina, sin ser consciente del papel que el destino le tenía reservado...