Hará cosa de veinte años que intento darle forma a un proyecto. Año tras ano, he intentado varias cosas sin éxito, (alguna que otra ilustración, bocetos perdidos para un cómic, qué sé yo), pero siempre frustradas por alguna que otra excusa, hasta que, hace unos ocho años, comencé a escribirlo. Y la cosa pintaba bien. Sin embargo, no conseguí encontrar el ritmo que me ayudase a darle fin y la cosa quedó tirada en un disco duro externo. Pero, ahora, más loco que nunca, parece que he vuelto a encontrar el tono adecuado y, una vez más, lo he vuelto a intentar. Sé que vale la pena. Y, como muestra, un botón. Aquí os regalo un DESCARTE de la obra, que no me encaja con la historia en general, pero que me niego en rotundo a borrar. ¡Feliz Navidad!
Schak’Ra
La misma noche en la que Anrok anunció su
regreso, algo se removió inquieto, en el interior de un gran cráter, en el Desierto
de la Devastación.
A pesar de que el nombre de aquel
funesto territorio se había conservado en la memoria de los Hombres, pocos conocían
que, en un principio, aquella vasta extensión de territorio desolado, donde la
arena y el calor sofocante eran los únicos gobernantes del lugar, antaño fue el
lugar que vio nacer a los Dragones, y que antes de que aquellos seres impíos alcanzaran
el poder extremo que llegaron a tener, aquel, había sido un territorio fértil,
de verdes prados y abundantes montañas, pobladas de salvaje vegetación y
grandes animales.
Pero, sucedió que los Dragones, del que
se desconoce el origen real, tomaron consciencia de su propia naturaleza, y consiguieron
dominar a los demás seres con los que convivían, sin importarles el precio que
debía pagarse a cambio, pues no sentían respeto ni por los de su misma especie.
Así, pronto se enzarzaron en una terrible lucha de poder, en la que todos y
cada uno de aquellos viles seres intentaban erigirse por encima del resto, para
gobernar a toda su raza, y trajeron la ruina aquellos hermosos parajes.
Pues sucedió que, tras largos años de luchas internas, los Dragones dividieron
en dos facciones, una liderada por Anrok, el Dragón Azul, y la otra por una
bestia igual de temible llamada Ralak’Tark, y, durante mucho tiempo, las
fuerzas de ambos bandos se mantuvieron igualadas, hasta que ocurrió lo
inevitable.
Los dos ejércitos se enfrentaron en una
terrible batalla que decidió para siempre el destino de aquella funesta raza y
del lugar que habitaban. Aquél aciago día, los dos bandos se encontraron cara a
cara, y fue como si el tiempo entero se detuviera por un instante, para después
precipitarse en un caótico torrente de furia, fuego y muerte.
Los Dragones luchaban entre sí, con sus
formas aladas y monstruosas, o transformados en su aspecto semi humano, para
enzarzarse en un combate cuerpo a cuerpo, mientras el cielo entero ardía, bajo los
gritos atronadores de aquellas bestias, el único sonido que podía escucharse. Y,
en medio de toda aquella confusión, la lucha más atroz la mantenían Anrok y
Ralak’Tark, que arrastraban a todos cuántos se les cruzaba por delante,
mientras sus ataques se sucedían, una y otra vez, con más furia.
Por un instante, la balanza parecía
inclinarse del lado de Ralak’Tark, que consiguió atrapar por el cuello a Anrok.
Pero, lo que no sabía aquel Dragón era que aquello formaba parte del plan de su
oponente que, hasta entonces, había reservado su poder, midiendo sus fuerzas
con las de su contrincante, a la espera del momento oportuno para asestar el
golpe definitivo.
Todo sucedió de forma tan precipitada
que nadie tuvo tiempo de protegerse ante el mortífero ataque de Anrok. De
repente, el Dragón Azul ascendió por los aires, y, consigo, arrastró a Ralak’Tak,
que por más que lo intentaba no podía separar sus garras del cuello de su
oponente, mientras una intensa esfera de energía los envolvía a ambos y un
extraño silbido agudo sonó de manera tan insoportable que todos los Dragones, en
el campo de batalla, dejaron de luchar, para buscar la fuente de aquel ruido
tan penetrante.
Anrok estaba en medio del cielo y con él
Ralak’Tak, que miraba aterrado todo cuanto sucedía. La bola de energía que los rodeaba
había aumentado en tamaño, y lanzaba unas poderosas descargas eléctricas en
todas direcciones, que, al tocar el suelo, destruían en mil pedazos las rocas y
abrían grandes grietas en el suelo. Incluso algunos Dragones, que intentaban escapar
de allí, cayeron sin vida, al ser alcanzados por los terribles rayos, que
atravesaban con una facilidad pasmosa su dura y gruesa piel.
Entonces, el ruido agudo se paró en seco
y se hizo un silencio espeluznante, mientras el haz de luz que envolvía a Anrok
y a Ralak’Tak comenzó a parpadear y, de repente, una luz cegadora lo invadió
todo, seguida de una terrible explosión de fuego y calor que arrasó todo cuanto
encontró a su paso.
La energía desprendida por la explosión
calcinó a amigos y enemigos, sin distinción alguna, y el calor fundió las
piedras. Las montañas se desmoronaban y el suelo se agrietaba entre temblores, bajo
el poder desencadenado del Dragón Azul, mientras que los pocos árboles que aún
quedaban en pie ardieron al instante, y toda la vegetación se marchitó, cuando una
densa nube de polvo tóxico lo cubrió todo.
Y aún así, tras la horrible devastación,
hubo supervivientes.
Cuando la luz recuperó su estado normal
y el cielo volvió a recobrar su color azul, como si nada hubiera pasado, la
nube de polvo desapareció por completo, dejando a la vista un panorama
desolador.
Las montañas enteras se habían
desmoronado y un terrible manto de arena se extendía alrededor de un gigantesco
y ardiente cráter. Dondequiera que uno mirara, los agonizantes Dragones yacían,
medio cubiertos por la tierra, unos encima de los otros, pero, lentamente,
comenzaron a levantarse aquellos que no habían perecido en el ataque de Anrok,
heridos y mutilados, con las alas rotas o las cornamentas quebradas, horrorizados
por lo que veían a su alrededor.
Y, allí, en el cielo, seguía suspendido
en el aire Anrok, que contemplaba a Ralak’Tak con la mirada fría e inexpresiva,
aunque algo confundido. Su contrincante había sobrevivido a la terrible explosión
y continuaba aferrado a su garganta con sus garras, aunque agonizaba.
La piel quemada le colgaba por todo el cuerpo
y, por la boca abierta, por la que dejaba escapar chorros de espuma y sangre
entremezclados, la lengua le caía flácida. Los grandes cuernos de su cabeza se
habían partido, con la violencia del golpe, y había perdido una de sus piernas,
mientras un gran corte, a la altura de su estómago, lo había destripado. Pero,
el corazón de Ralak’Tak todavía golpeaba con furia su pecho.
Entonces, Anrok, con un rápido
movimiento de su brazo, le atravesó el torso, y se lo arrancó de cuajo. Después,
lanzó el cuerpo marchito de Ralak’Tak como a un trapo, pero antes de que tocara
tierra, le escupió una gran bola de fuego, que calcinó por completo el cadáver
de su adversario.
Por último, comenzó a descender del
cielo, con el corazón aún caliente de Ralak’Tak en la mano, mientras, a sus
pies, los supervivientes le aguardaban arrodillados, sin que ninguno se
atreviera a mirarle. El Rey Dragón se sintió satisfecho.
Pero, su crueldad no estaba saciada
todavía.
Anrok, que sabía que Ralak’Tak había
tenido un hijo, hizo que averiguaran si había sido capaz de sobrevivir a
aquella hecatombe, y, al poco, uno de sus sicarios regresó con la cría del Dragón
en brazos.
Entonces, al entregarle el retoño, el
Dragón Azul le lanzó un oscuro hechizo, y le obligó a transformarse en su forma
alada, y todos cuantos contemplaron la escena se horrorizaron, pues sabían que
aquello era un acto terrible para la criatura. Ningún Dragón se transfiguraba, antes
de la edad adulta, pues, incapaces de controlar su poder, los resultados de la
mutación podían ser nefastos, como así sucedió.
El hijo de Ralak’Tak se convirtió en una
criatura grotesca y desfigurada, de color negro, con un cuerno torcido que le
crecía en medio de un hocico largo y horrible, del que sobresalían unos
colmillos deformes. Sus ojos eran dos puntos pequeños, rojos, en medio de su cabeza
chata, que se unía al cuerpo por un cuello grueso y corto. Las cuatro piernas, cortas
y gordas, y las alas, que le salían de los costados de la espalda jorobada, desiguales
y frágiles, parecían inservibles para levantar la masa amorfa de la alimaña.
Con una siniestra carcajada, Anrok miró un
instante el corazón de Ralak’Tak y, después, se lo dio a comer a la cría de
Dragón. Acto seguido, la arrastró por el cuerno hasta el humeante cráter, donde
lo lanzó al vacío sin contemplaciones.
- Adiós, hijo de Ralak’Tak, - dijo,
mientras observaba la caída a las profundidades de la criatura. - Como
Schak’Ra, el Malnacido, has de ser
recordado. Que el corazón de tu padre te de la fuerza necesaria para vivir mil
años de desgracias.
Después, Anrok abandonó aquel lugar, y los
Dragones siguieron los pasos del que consideraban como su Rey.
Y ocurrió que el Dragón más poderoso de
todos los tiempos, estuvo a punto de conquistar el mundo, y sembró el terror y
el dolor allí por donde pasaba. Pero, los Padres de las Cuatro Casas se le
opusieron, y la Bestia no fue capaz de doblegarlos, aunque al final se vieron
obligados a huir lejos de las tierras que los vieron nacer, agobiados por el
poder y la crueldad del Rey Dragón.
Y el destino quiso que se enfrentaran al
Desierto de la Devastación y, pese a todas las adversidades, lograron
sobrevivir.
Pero, Anrok no se preocupó de ellos, pues
supuso que habían perecido en aquel desierto. Sin embargo, con el tiempo, las
noticias de que más allá del ancho mar existían cuatro poderosos reinos,
capaces de acabar con la Opresión del Dragón, llegaron a sus oídos, y se
encolerizó al saber que las Cuatro Casas habían sobrevivido.
Así, decidido a acabar con aquellos
insolentes, armó un gran ejército de Hombres y Dragones y se dispuso a partir
en busca de sus enemigos, y, de ese modo, el Dragón Azul regresó al Desierto de
la Devastación, y, allí, sonrió satisfecho y se adentró sólo en el yermo.
Entonces, llegó al cráter donde años
atrás había arrojado al hijo de Ralak’Tak y se asomó al vacío, para escupir con
desprecio, maldiciendo el recuerdo de aquella criatura por la que no sentía
ninguna compasión.
Lo que no podía imaginar el Dragón era
que la desafortunada bestia aún seguía con vida, si a aquello podía llamársele
vida.
Todo aquel tiempo había permanecido
allí, en las profundidades, mal alimentado con gusanos, y otro tipo de alimañas,
y recogiendo el agua de la lluvia, que se filtraba por las paredes del cráter,
para saciar su sed. Poco a poco, Schak’Ra había perdido la vista, por la
ausencia de luz, pero a cambio había agudizado sus otros sentidos y había
adquirido algunos poderes propios de su raza, como el de escupir fuego. Aunque,
al estar allí preso, ese mismo fuego lo consumía por dentro, con lo que nunca
podía apaciguar los terribles dolores que le causaba.
Sin embargo, en aquel encierro forzado,
lo peor no era el dolor, ni la ausencia de luz o de comida, sino la soledad a
la que se había visto obligado, pues, en definitiva, aquella criatura tan sólo
era una cría, cuando fue arrojada al vacío, y su pobre y maltrecha mente
infantil, no alcanzaba a comprender por qué se encontraba en aquella situación.
Pero, aquella noche, Schak’Ra notó una
presencia que le resultaba familiar y un sentimiento, hasta entonces desconocido
por él, nació en su interior, y sintió curiosidad por saber quién podía ser el
que estaba allí, en lo alto de su morada. Así que, lentamente, arañando las
paredes del cráter, ascendió hasta la boca del precipicio y abandonó su
encierro, para sorpresa de Anrok, que, al reconocer su obra, sintió un profundo
desprecio hacia aquel desdichado.
El Dragón Azul extendió su mano, con la
intención de acabar con aquel repugnante ser, con aquel gran cuerno que le
salía del hocico y que escupía humo y babas por igual, pero, tras mirarlo a los
ojos, cambió de decisión.
- Schak’Ra, - dijo en voz alta Anrok, -
después de tantos años, y tú te obstinas en no morir, al igual que tu padre.
Fuerte era el corazón que te alimentó o de otro modo no hubieras podido
sobrevivir al Desierto, pero, no deja de ser irónico que, si continúas con vida,
sea gracias a mí. Desde ahora, obedecerás mis órdenes y serás mi estandarte,
así, todos sabrán lo que les espera, si se oponen a mi voluntad.
Entonces, el Dragón Azul montó sobre el
lomo de Schak’Ra y regresó en busca de su ejército.
De cómo Anrok y su hueste atravesaron el
Desierto de la Desolación poco se sabe, salvo que Schak’Ra les fue de gran
ayuda, pues con su gran olfato les enseñó manantiales ocultos con los que
saciar la sed, o evitó que cayeran en las muchas trampas que el desierto le
tenía reservado a cualquiera que se atreviese a internarse en sus dominios.
Aún, así nadie osaba acercarse a aquella pobre bestia, por la que todos sentían
aversión, sobretodo sus congéneres, que veían en él lo que su Rey, al que
odiaban tanto como a Schak’Ra, les tenía reservado, si no acataban sus órdenes.
Por su parte, Schak’Ra, en su minúsculo
cerebro, no acababa de entender porqué los otros no lo consideraban como a su
igual y, a medida que pasaban los días, la tristeza se apoderó de su corazón. Había
abandonado su oscura prisión, pero seguía igual de solo y desgraciado que
antes.
Así, cruzaron el Desierto y, después, atravesaron
el mar, hasta el continente dónde habían encontrado refugio las Cuatro Casas.
De lo sucedido en aquellas tierras, y el destino que padecieron quiénes
participaron en esta historia, mucho se ha contado ya, en otra parte, pero en
ningún lugar se recoge cuál fue el destino de la criatura llamada Schak’Ra, el Malnacido, hijo de Ralak’Tak. Pero, lo
cierto es que cuando, se libró la gran batalla frente a las puertas de la Casa
de Darias, con el funesto resultado para los planes de Anrok, Schak’Ra apenas
sí participó en la lucha, y, tan sólo cuando Anrok recibió la terrible estocada
en su garganta que le doblegó, y le obligó a lanzar un aterrador grito de
dolor, la deforme bestia entró en el campo de batalla, para socorrer a su amo.
Pero, Schak’Ra estaba ciego y no podía
encontrar a su señor, salvo por el oído y el olfato, así que, cuando dejó de
notar su presencia, pues Anrok se había elevado al cielo y había desparecido
con un destello, detuvo su alocada carrera, confundido sin saber qué hacer.
Así, vagó por aquellos lares, y, durante
mucho tiempo, el malogrado Dragón, aguardó el regreso de Anrok, el Dragón Azul,
a pesar de que muchos de los supervivientes a la guerra quisieron dar fin con
él. Pero, como nada parecía molestarle, al final los hombres desistieron, y se
alejaron de aquel lugar, con la esperanza de que el Tiempo acabaría con la vida
de aquel monstruo.
Y, así, un buen día se encontraron con
que Schak’Ra había desaparecido, sin que nadie supiera porqué se había marchado
o qué dirección había tomado. Pero, lo cierto es que la bestia, cansada de
esperar que su señor, y, al acordarse del único lugar al que consideraba su
hogar, había decidido regresar al Desierto de la Devastación, a las
profundidades del cráter, dónde descansaría hasta que su amo volviera a
buscarle.
Cómo consiguió Schak’Ra dar con el
camino de vuelta a su casa y logró atravesar el océano, son preguntas que nadie
podrá responder nunca, pero, la verdad fue que sobrevivió al viaje y descendió
nuevamente a lo más profundo del cráter, y allí se quedó a la espera de la
llamada de su señor.
Así pasó el tiempo, los Dragones se
extinguieron y desparecieron de la faz de la tierra, y tan sólo unos cuantos
recordaron el nombre de Anrok y los sucesos del pasado, aunque pocos creían que
en verdad hubieran sucedido, mientras que de Schak’Ra se olvidaron por completo
y nunca más se supo de él.
Al menos, hasta aquel día.
Lejos del Desierto de la Devastación,
una señal de luz se desvanecía en el aire. Era la llamada de aquél que había regresado, y avisaba
a sus servidores para que se reunieran con él. Pero, aquella noche tan sólo
quedaba uno con vida para atenderla y, ahora, había despertado de su letargo.
Por increíble que pudiera parecer, desde
el fondo del precipicio resonó un rugido atronador en respuesta a la señal de
su señor y, de nuevo, algo ascendió de las profundidades, acompañado de una
espesa nube de vapores. Así, tras todo aquel tiempo, emergió, imponente como
una montaña oscura, Schak’Ra, hijo de Ralak’Tak, el Malnacido, y, tras olfatear el aire, estiró su cabeza y lanzó un rugido
que hizo temblar el suelo.
Schak’Ra se había convertido en un
animal de proporciones gigantescas, aunque igual de amorfo y horrible. Pero, lo
más sorprendente era que las alas que sobresalían de su lomo, se desplegaron
como dos enormes velas, sujetas por gruesos mástiles, y empezaron a moverse con
fuerza. Una gran nube de polvo se levantó y, por imposible que pudiera parecer,
el animal se alzó por el aire, envuelto en vapores negros y espumarajos de
saliva y, tras unos segundos de incertidumbre, partió en busca de su amo,
Anrok, el Dragón Azul.
Y así, por tercera vez, Schak’Ra había
conseguido eludir a la muerte y volaba para reunirse con aquel que le había
traído la ruina, sin ser consciente del papel que el destino le tenía
reservado...
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